Amado sea en todas partes

El Sagrado Corazón de Jesús

 

Somos el pueblo de la Pascua

 

1. La victoria de la Resurrección

La resurrección de Jesús proyecta su luz sobre el conjunto de la historia del mundo, no sólo sobre la experiencia de su muerte, también sobre todas las experiencias de tinieblas y de sufrimiento que los humanos padecen en este mundo. Es el triunfo del amor sobre el mal, la victoria de un Dios amante y misericordioso, de un Dios que es amor, Vida, Perdón y Curación. No nos ofrece todas las respuestas al porqué de la vida, pero nos comunica un sentido de esperanza sobre la vida y alimenta la convicción de que, finalmente, la vida no nos defraudará, sino que tiene un sentido, más aún, un sentido trascendente.

Poco antes de su muerte, Mons. Cuskelly escribió un librito titulado Walking the Way of Jesus, An Essay on Christian Spirituality. Subraya en él la importancia, en nuestra espiritualidad, de la revelación del Dios Amor, del Dios que ha amado tanto al mundo que entregó a su propio Hijo para reconciliarnos con El. Muestra la necesidad de mirar la vida apoyados en este principio fundamental de la espiritualidad. Encontramos a menudo en la Biblia y en los textos litúrgicos expresiones antropológicas de Dios que parecen contradecir la imagen de un Dios amante y perdonador. Pero debemos interpretar estas palabras, siempre y en todos los textos, a la luz de la revelación del Dios manifestado en la muerte de Jesús, un Dios que se anula por amor de la humanidad. De este modo, cuando leemos en la liturgia "Dios ha condenado", nos permitimos corregir: "Dios jamás condena". Esto tiene inmensas repercusiones sobre el modo de vivir nuestra fe, sobre la forma de realizar el gran mandamiento del amor fraterno, y sobre nuestra actitud ante al pecado en cada una de sus manifestaciones.

En la Tertio Millenio Adveniente n°. 7 (Cambio el texto oficial para emplear un lenguaje inclusivo) escribe Juan Pablo II:

En Jesucristo Dios no sólo habla a la persona humana, sino que la busca... ¿Por qué la busca? Porque la criatura humana se ha alejado de El, escondiéndose como Adán entre los árboles del paraíso terrestre (cf. Gen 3, 8-10). Al buscar a los humanos a través del Hijo, Dios quiere inducirlos a abandonar los caminos del mal, en los que tienden a adentrarse cada vez más. "Hacerles abandonar esos caminos" quiere decir hacerles comprender que se hallan en una vía equivocada; quiere decir derrotar el mal extendido por la historia humana. Derrotar el mal: esto es la Redención. Ella se realiza en el sacrificio de Cristo, gracias al cual el ser humano rescata la deuda del pecado y es reconciliado con Dios. El Hijo de Dios se ha hecho hombre, asumiendo un cuerpo y un alma en el seno de la Virgen, precisamente por esto: para hacer de sí el perfecto sacrificio redentor. La religión de la Encarnación es la religión de la Redención del mundo por el sacrificio de Cristo, que comprende la victoria sobre el mal, sobre el pecado y sobre la misma muerte. Cristo, aceptando la muerte en la cruz, manifiesta y da la vida al mismo tiempo porque resucita, no teniendo ya la muerte ningún poder sobre El.

Dios va en busca de los seres humanos, con Jesús entra directamente en la historia humana, habla como nosotros y actúa como nosotros, se identifica con nosotros en todo menos en el pecado, llega hasta el extremo en su amor por nosotros, hace huir al maligno por su obediencia amorosa a Dios muriendo y resucitando, triunfa sobre el mal por el fuego purificador de su amor ardiente y nos abre el camino hacia la vida. El Papa subraya fuertemente el sacrificio de Jesús, de la ofrenda redentora de sí mismo al Padre en nuestro nombre. Jesús se reconoce el Siervo que entrega su vida en expiación. Avanzaré más en la expresión del Santo Padre "el ser humano (el hombre) rescata la deuda del pecado". Digamos, de inmediato, que la redención se presenta aquí como la victoria de Dios y de la humanidad, en Jesús, sobre Satán, sobre el pecado y la muerte. La victoria de Jesús se traduce en la realidad de nuestra reconciliación por la fe en El. El don del perdón de nuestros pecados nos es otorgado gratuitamente y nos transformamos, en lo profundo de nuestro ser, en una nueva creación. Recibimos un corazón nuevo para conocer el amor de Dios y responder a su invitación, decididos a apartarnos de las sendas del mal y dispuestos a seguir el camino de la vida. Reflexionemos un poco más sobre esta doctrina de nuestra redención, partiendo del principio del amor de Dios por el género humano y por el universo que El ha creado.

2. "Por tu Cruz has salvado al mundo"

En la Escritura, se designa con el nombre de "redención" la acción de Dios que, en Jesús, reconcilia al mundo consigo mismo. La redención, bien entendida, constituye una parte importante de nuestra espiritualidad cristiana, y, también de nuestro modo peculiar de comprensión de este misterio como MSC. La palabra redención puede tomarse en sentido literal, si se trata de liberación de cautivos (prisioneros, esclavos, rehenes) mediante el pago de un rescate. Puede tomarse en sentido metafórico o analógico, con significados diversos, según el contexto. El contexto base del sentido bíblico de la palabra se halla en la liberación del pueblo de la esclavitud de Egipto por la todopoderosa intervención de Dios en su favor. En esta intervención de Dios, el Faraón no percibe ningún rescate. Queda simplemente derrotado y el pueblo se ve libre. Tal intervención constituye una "redención" porque Dios "adquiere" para sí un pueblo, extraído de todos los pueblos de la tierra, un pueblo que es "santo" y "consagrado" a El de modo enteramente singular. Dios los adquiere, no por sus cualidades particulares, ni por el superior dominio sobre los demás pueblos. Los adquiere por puro amor hacia ellos. Esta será la razón por la cual serán su pueblo y deberán comportarse en conformidad con la alianza establecida con ellos, alianza sellada con sangre, que en la culturas de aquel tiempo es el signo de la vida compartida. Desde entonces el pueblo recordará su redención con la celebración anual de la Pascua con diversos ritos (pan ácimo, cordero pascual, sangre sobre el dintel de las puertas, hierbas amargas, diferentes vasos de vino) que les ayudan a recordar y renovar la alianza establecida con sus padres.

La liberación del pueblo de Babilonia se presenta en el Segundo Isaías como un nuevo éxodo, una nueva redención, realizada sin pago de rescate (cha 52, 1-12). También aquí es Dios mismo el Redentor, pero la nueva alianza se establece únicamente en el fiel Siervo de Dios y por medio de él; él, que, aunque totalmente inocente, sufre un martirio cruel y ofrece su vida en expiación por los pecados del pueblo. Aparece cada vez con mayor claridad que la redención es conjuntamente liberación de la esclavitud y consagración a Dios, mediante un proceso de expiación y de reconciliación. La nueva alianza se escribe, no sobre tablas de piedra, sino en el mismo corazón humano, el corazón del Siervo, que escucha la palabra de Dios y permanece fiel en medio de grandes sufrimientos, injustamente infligidos. Los Profetas reconocen que esta alianza, escrita en el corazón, caracterizada por el conocimiento y la obediencia, no es posible mas que por un don del Espíritu. Tras el retorno del exilio, el resto fiel, los anawim, aguardan la manifestación final del amor fiel de Dios, que traerá la salvación a su pueblo.

Al entrar en el mundo, en busca del pueblo de Dios disperso, "Jesús dice: ‘Heme aquí, vengo a hacer, Oh Dios, tu voluntad’... Y en virtud de esta voluntad se produce nuestra santificación por la oblación del cuerpo de Cristo, una vez por todos" (Heb 10, 5-10). La redención comprende toda la vida de Jesús, infancia, juventud, madurez, vida pública y su destino final. En esta plenitud de experiencia humana y por ella, Jesús penetra de modo nuevo (lleno del Espíritu) en la profundidad del corazón humano, y comparte las vicisitudes y las aspiraciones de nuestro ser en el mundo; vive esta intensa comunión con su Padre y así perfecciona y rescata a la humanidad para el Reino de Dios, reino de justicia, de amor y de paz. El es el ser humano que vive en plenitud, y nosotros estamos llamados a compartir esa plenitud. Para ilustrar esta verdad, Juan Pablo II, en la Redemptor Hominis 8, cita la Gaudium et Spes 22:

En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor (cf. Rom 5, 14). Cristo, el nuevo Adán, en la revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación... El que es imagen del Dios invisible es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, menos en el pecado.

Si ello es así, si hemos sido liberados por la vida entera de Jesús, por todas sus acciones y sus palabras ¿por qué decimos a menudo que hemos sido salvados por su Cruz, por su Sangre, por su Pasión y su Muerte? ¿Constituyen el "precio" que Jesús ha debido pagar por nuestros pecados? Esta analogía de "pago de la deuda debida por el pecado", tomada de los tribunales de la justicia humana, corre peligrosamente el riego, como afirma claramente Mons. Cuskelly, de adulterar el contenido de la buena nueva de nuestra salvación en Jesús. Las Escrituras hablan del precio a pagar por nuestra liberación (1 Cor 6, 20; 7, 22-23; 1 Pe 1, 18-21; 2 Pe 2,1) ; pero lo que quieren significar con estas expresiones es que nuestra liberación de la cautividad, nuestra reconciliación con Dios, cuesta cara a Jesús: le cuesta la vida, el derramamiento de su sangre (Ac 20, 28; Ef 1, 7; Heb 9, 12; Ap 1, 5; 5, 9). Jesús no fue condenado, no fue castigado por Dios. La verdadera razón de sus sufrimientos no fue la venganza por parte de Dios, sino el amor de Dios que envía a su Hijo al mundo, el deseo de Dios de que se convierta en uno de nosotros, de que se identifique con el último de nosotros, el más abandonado, antes que reivindicar para sí privilegios. Es lo que quieren decir San Pablo, cuando declara: Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros (Rom 8, 32) y San Juan al afirmar que Jesús habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo (Jn 13, 1).

Para los judíos la cruz era el signo de la maldición de Dios. Para todos, era el instrumento de la muerte más cruel y más afrentosa que los romanos podían inventar. Para nosotros es el símbolo de nuestra redención por el amor con que Jesús nos amó hasta el extremo. En la cruz adquiere la obediencia de Jesús su perfección, llega hasta el final. La cruz no es un extra accidental en el camino de nuestra liberación. Significa el grado supremo del amor de Jesús, la profundidad del misterio de la Encarnación. Sus brazos sostienen los brazos de Jesús que, "extendidos, trazan entre el cielo y la tierra el signo indeleble de la Alianza" (Plegaria Eucarística I para la reconciliación). Al dar su vida por nosotros Jesús nos convence de su amor, nos atrae hacia su corazón. Y así, por la fe y los sacramentos de la vida nueva, purifica nuestra alma del pecado y sella una Alianza nueva con nosotros. Sus últimas palabras sobre la cruz todo está concluido son el preludio del don del Espíritu y la apertura de su costado por la lanza del soldado. Todo ello sucedió para que se cumpliese la Escritura, para cumplimentar la tipología de la experiencia religiosa, no sólo de Israel, sino de toda la humanidad. Al mirar hacia aquel a quien hemos traspasado, al creer en aquel, cuya victoria sobre el pecado y sobre la muerte se manifiesta en la resurrección, nosotros (judíos y gentiles) renacemos de modo admirable en el Espíritu Santo y aprendemos a caminar por la senda que El nos ha mostrado. Compartimos nuestra historia y nos confirmamos en la fe recíprocamente: ¡Es verdad! El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón (Lc 24, 34).

La redención consiste, sobre todo, en el perdón de nuestros pecados (Ef 1, 7; Col 1, 14; Heb 9, 15). Es nuestra liberación del poder de las tinieblas (Col 1, 13), de nuestra sujeción a la ley (Gal 3,13; 4,5), de nuestro inútil modo de vivir heredado de nuestros antepasados (1 Pe 1, 18), de la muerte (Col 2, 13-14). Es "redención y adquisición" (Ef 1, 14), porque Jesús nos ha adquirido con su sangre (Ac 20, 28), constituyendo así con nosotros un pueblo que le pertenece (Tito 2, 14). Por su acción y por nuestra colaboración a su misión, Jesús atrae a toda la creación a una unidad nueva en sí mismo, recapitulando todas las cosas en una unidad armoniosa que respeta la integridad del pueblo y del cosmos.

3. Reparación

¿Reparó Jesús por nuestros pecados? ¡Sí, y de modo admirable! Su amor y su fidelidad hacia Dios han sido tales que constituyen un manantial abundante de bondad hacia la familia humana, sobrepasando ampliamente cualquier falta y cualquier pecado nuestro. Lo dijo San Pablo: Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rom 5, 20). Fue, por su bondad, mucho más allá de la reparación por nuestra falta de fidelidad en el amor. Como Mediador y Sumo Sacerdote, la entrega de sí mismo en la cruz se convierte en un eficaz sacrificio de expiación (Rom 3, 24-25); Heb 2, 17; 1 Jn 2, 1-2; 4, 10), purificándonos del pecado una vez por todas. Como Abogado nuestro frente a las acusaciones del maligno, habla en nuestro favor. Como nuestro Hermano, intercede por nosotros desde la cruz de un modo vigoroso.

No conozco suficientemente la historia del dogma para poder hablar del origen y de la historia del concepto de que, por la muerte de Jesús, "el hombre satisface la deuda del pecado..." (Tertio Millennio Adveniente, 7). Creo que provenga de la teología de la redención de San Anselmo, según la cual la redención es el medio de reparar por el pecado y su pena temporal. Según esta teología, la deuda de que somos insolventes no puede ser perdonada más que con la encarnación del Hijo de Dios, el único que puede reparar por nosotros con su muerte en la cruz. Sea cual sea el valor de esta teología, debemos percatarnos de sus límites. Leemos en la Escritura que Dios ha enviado a su Hijo al mundo para rescatarnos, para liberarnos. La tradición sinóptica lo expresa así: El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos (Mc 10, 45). Jesús ha satisfecho una vez por todas nuestra deuda de amor con el Padre. Nos libró de nuestros descarríos y borró todos nuestros pecados con su amorosa obediencia al Padre y por su fidelidad hacia nosotros "hasta el fin". No se sustrajo a las consecuencias de la encarnación, fue fiel hasta el final, afrontando con coraje, por su bondad, la tempestad suscitada contra él por el pecado del mundo. Por tal victoria, destruye el pecado y ofrece a todos el perdón.

La importancia atribuida a la sangre viene sobre todo del contexto cultural del judaísmo, para el cual sin efusión de sangre no hay remisión (Heb 9, 22). Sin embargo, lo importante para nosotros y para el Nuevo Testamento es la disposición interior de Jesús, el amor de su Corazón. Dios no exigía la cruz como compensación por la deuda de la pena merecida por nuestros pecados. No podemos imaginar todos los pecados del mundo y sus castigos acumulados sobre Jesús por un Dios vengador en búsqueda de una "satisfacción". En el esfuerzo por buscar una explicación al misterio de la redención, debemos tener en cuenta la diferencia existente entre la justicia humana, que trata de juzgar equitativamente la inocencia o culpabilidad del acusado y castigar al culpable, y la justicia divina, que pide que el culpable reconozca su falta y se arrepienta, a fin de ser liberado por la gracia del perdón recibido.

Todos han pecado y se ven privados de la gloria de Dios y son justificados por el don de su gracia en virtud de la redención (dia tes apolutroseos) realizada en Cristo Jesús, a quien Dios exhibió como instrumento de propiciación [hilasterion, que fue rociado de sangre el día de la Expiación] por su propia sangre , mediante la fe (Rom 3, 23-25).

En cualquier reconciliación es importante, para estar seguros, el reparar los daños, en la medida en que la reparación sea humanamente posible. Pero no se trata de exigir reparación hasta el último céntimo, como en la justicia estricta perseguida en un tribunal humano. Al igual que en la "Comisión Verdad y Reconciliación", de África del Sur, se requiere una sinceridad palpable en la intención, reconocimiento de los daños infligidos, deseo de reparar y de emprender una conducta nueva que conlleve cierta reparación, siempre que sea humanamente posible, y que, sobre todo, implique el perdón. En el caso de grave perjuicio la reparación raramente es posible en su totalidad. Sólo puede ser simbólica, por ejemplo, para las ofensas que causan perjuicios graves o la muerte. Se produce en estos casos una fatalidad y la reparación es irrealizable. Pero se precisa un proceso de verdad y de compensación, a fin de vencer el rencor y el odio tenaz, con el fin de llegar a la reconciliación y al perdón.

Hay en la Pasión un aspecto de reparación que ofrece Jesús a Dios por nosotros. Es nuestro hermano mayor, el abogado que defiende nuestra causa. Poniendo delante su obediencia amorosa al Padre, viene en nuestro auxilio al pedir: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. De la misma manera, reparar a Dios por nuestros pecados no consiste en la realización de obras buenas (ayuno, peregrinaciones, vigilias, limosnas), sino en escuchar a Jesús, creer en su amor y en su misericordia, observar sus mandamientos, crecer en su amor y, de esta forma, fructificar (Jn 15, 9-17). Pedro tuvo ocasión de reparar, no por actos, sino respondiendo por tres veces a la cuestión embarazosa y precisa: Simón, hijo de Juan, me amas más que estos? A continuación le imparte la orden: Apacienta mis corderos..., apacienta mis ovejas.

La venida de Dios, en Jesús, a buscar las ovejas descarriadas, tenía como finalidad destruir el concepto de un Dios deseoso de ser aplacado por medio del sacrificio para renunciar a las represalias que había previsto infligir a la humanidad. Jesús presenta la realidad de un Dios que ama y usa de misericordia. El sufrimiento no es castigo del pecado, aunque el Génesis y los libros históricos del Antiguo Testamento admitan esta interpretación. Jesús se esforzó por mitigar los sufrimientos por medio de su ministerio de predicación y sus curaciones. Quería curar y aligerar las cargas, pero sin agitar una varita mágica sobre el mundo. La cruz es elemento de este mundo tal como está estructurado, y Jesús invita a sus discípulos a contar con esta realidad. La cruz es el símbolo de todo sufrimiento humano, tan injusto, como accidental e inevitable. La fatiga y el dolor forman parte del misterio de la vida, el lado negativo de una realidad maravillosamente positiva, abierta al desarrollo y a la madurez, incluso a través del mismo sufrimiento. Se puede decir que la Iglesia, en su ministerio de mitigación del dolor y del sufrimiento, oponiéndose a la injusticia en todas sus formas, tiene la misión de bajar de la cruz a los crucificados" (Sobrino). Pero la misión de la Iglesia no está en librar al mundo de la cruz. La Iglesia está llamada, más bien, a seguir el camino de Jesús. Al hacerse hombre, él aferró con fuerza la cruz, abrazó la condición humana para asumirla plenamente hasta lo más profundo del sufrimiento. Se dice en la Carta a los Hebreos 5,8: aprendió sufriendo lo que es obedecer. El sufrimiento ha contribuido a su perfección, a la obra de nuestra redención. Por su condición de hombre perfecto, nos ha liberado y redimido de la cautividad del pecado y de sus consecuencias, de modo que crease con nosotros un mundo nuevo, marcado más por la gloria de la Pascua que por la terrible agonía del Calvario. Me gusta este pasaje de la Gaudium et Spes, 38, que indica que la cruz está profundamente clavada en el ser humano y en el corazón de la historia humana:

El, sufriendo la muerte por todos nosotros, pecadores, nos enseña con su ejemplo a llevar la cruz que la carne y el mundo echan sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia.

El seguir los pasos de Jesús nos permite contribuir a "reconquistar" la vida humana y el mundo para Dios. "La verdadera reparación pedida por el Corazón del Salvador se realizará cuando, sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia, pueda elevarse la civilización del Corazón de Jesús" (Juan Pablo II, Carta al P. Kolvenbach). Por nuestra participación en el misterio pascual, en la Eucaristía y en los acontecimientos diarios, "se realiza la obra de nuestra redención" (liturgia romana). Conseguimos la perfección siguiendo a Jesucristo en el don de sí mismo a Dios y a los otros. Por nuestra fe en Jesús, el sufrimiento se convierte en fuente de purificación de nuestro apego al pecado y en vigor de crecimiento en nuestra identificación con El. Aparentemente, actúa también en el apostolado una ley oculta, según la cual, el poder de Jesús se manifiesta sobre todo en nuestros momentos de debilidad y de dificultad. De esta forma, la obra de la redención continúa en la Iglesia, Cuerpo de Cristo, y por ella: Me alegro de padecer por vosotros, de completar, a favor de su cuerpo que es la Iglesia, lo que falta a los sufrimientos de Cristo.

4. Me ha amado y se ha entregado por mí.

Ya debería estar claro, pero es conveniente insistir: El don de sí mismo por parte de Jesús, su sacrificio redentor, a menudo y explícitamente, se pone en relación con su amor por nosotros y por Dios (Gal 2, 20; Ef 5, 2.25; Jn 10, 11.17; 13, 1; 1 Jn 3, 16). Es aspecto importante del misterio para un Misionero del Sagrado Corazón. Hay quienes sostienen incluso que Jesús, por ciencia infusa, nos conoció y amó a cada uno de nosotros individualmente en el momento de entrar en su sufrimiento redentor en Getsemaní. Y mientras vivo en carne mortal, vivo de fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí, dice San Pablo (Gal 2, 20). Si no fuera cierto respecto de Getsemaní es indudable respecto del Cristo resucitado de la Pascua.

Los cuatro relatos de la institución de la Eucaristía en el Nuevo Testamento nos ofrecen el significado que para Jesús tenía su muerte. La última cena es para Jesús un momento de participación profunda e íntima con sus discípulos de los sentimientos que en aquel momento experimentaba. Este rito presenta su muerte y su resurrección como sacrificio de redención, en contraste con los tres principales ritos del Antiguo Testamento (la Pascua, la Alianza del Sinaí y el Día de expiación). En la Eucaristía estamos en comunión con Jesús, el Cordero que, en su paso de este mundo al Padre, borra el pecado del mundo y nos reconcilia con Dios. Cada uno de nosotros, en la Iglesia, cuando celebramos la Eucaristía, está invitado a una intensa participación en este misterio de amor: "Este es mi cuerpo, entregado por vosotros". Su objeto es que nosotros pasemos con él de la muerte a la vida, de una existencia vacía a una existencia motivada, de un modo de vida inútil a uno nuevo, repleto del gozo de sentirse libre del pecado y de la muerte, una vida llena de amor, reconociéndonos miembros del "cuerpo", no solamente en la Eucaristía, sino también en los otros, en cada uno de nuestros hermanos y hermanas.

Sea este gozo plenamente nuestra Pascua; permítanos esta gracia vivir en plenitud, ser en verdad los Misioneros del amor y de la reconciliación, Misioneros del Sagrado Corazón de Jesús. Somos el Pueblo de la Pascua y nuestro nombre es ¡Aleleluya!

Roma, 1 de abril del 2000

Miguel Curran msc

Superior General



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